domingo, 18 de octubre de 2009

Figuras de un apocalipsis en las ruinas de Nueva York

Thomas Merton (Francia, E.U.A, 1915-1968)

Más pálida que la cara de una actriz está la luna.
Hemos escuchado su lamento en la hiedra marchita
sobre puentes dentales,–
en la hiedra marchita, destrozada,
que ama hecha ventarrón en rehilete.

Más pálida que la cara de una actriz
está la luna, y por ti llora, Nueva York,
buscándote entre escombros de puentes,
y se agacha para escuchar al falso bronce
de tu voz sofisticada
¡cuyos cantos ya no se escuchan!

¡Qué quietud ha llegado tras la oscura noche!
después de que las flamas desde las nubes
calcinaron tus dientes con caries,
y cuando esas luminosidades lanzaron
las negras ebulliciones de Harlem y el Bronx
derramaron a los prisioneros permanentes
(las decenas y veintenas de vivos)
sobre las frondas de los árboles de Jersey
de verdosos ranchos, para encontrar la libertad.

¿Cómo han caído, cómo están ahí tumbadas
esas torres de hielo y acero grandes y fuertes
derretidas por qué terror y por qué milagro?
¿Qué fuegos y luces, con el odio blanco de
una sentencia súbita, hicieron derramar
esas torres de plata y acero?

Tú, cuyas calles han crecido por entre rejas,
Arraigadas en Bowling Green arraigadas a golpes
en Upper Bay:
¿Cómo estás desnudada, hoy, hasta tu esqueleto?
¿Qué cambió tu carne viva por carne muerta?
¿Dónde está el fulgor de tus licencias obscenas?
¿Oh, dónde están tus niños en la tarde del domingo
uno a uno baleados desde las sombras de la Paramount?
Las cenizas de las torres aplanadas siguen
remolinando con adornos de humo, mientras velan
en tus exequias, y con el tufo de la incineración
escriben, entre rescoldos, este tu epitafio:

“Aquí existió una ciudad
que se vestía con dinero de papel.
Vivió cuatrocientos años con monedas
de níquel circulando por sus venas.
Amó las aguas de los purpúreos siete
mares y ardió
en su propia verde bahía más grande
y más blanca que la de Tiros.
Fue grosera como un taxi. Con sus
altos tacones algunas veces sus ojos
se vieron azules como la ginebra,
y durante toda su vida los clavó en
los corazones de sus seis millones de pobres.
Ahora ella murió entre terrores de
una repentina contemplación –Ahogada
en sus aguas de un manantial envenenado.”

¿Podremos consolar a las estrellas ante
la larga sobrevivencia de esa perversidad?
Mañana y un día después nacerán pastos
y flores en el seno de Manhattan. Pronto
en el lugar de las sucias ventanas se
mecerán las ramas de nogales y sicomoros
–Las hiedras y los viñedos derrumbarán
las frágiles murallas. Las fachadas de
piedras grises quedarán enterradas en
la frescura y fragancia de las flores.
La rosa silvestre y el manzano
florecerán en los barrancos silenciosos
de la ciudad.

En las cornisas de viejos departamentos
habrá nidos de palomas y panales.
Las aves cantarán sobre espinos asoleados
donde estuvo la Park Avenue. Y en el lugar
del Central Park habrá un cerrito
arracimado por dulces oscuros pinos.

Piensa que habrá algún campesino deshierbando
el bosque para sembrar un acre de milpas
que se verán como estandartes en las colinas
sobre el campo de Harlem. ¿Vendrán
los cazadores a explorar las campiñas vírgenes
de Broadway buscando linces y venados?
¿O algún ermitaño, escondido entre abedules,
con los ladrillos del palacio municipal
construirá su ermita cuando todos los
subterráneos se vuelvan arroyos y riachuelos
con peces fluyendo bajo el sol y en silencio
hacia el Battery sembrado de cañas?

Pero la luna, hoy, luce más pálida que una
estatua. Se asoma cargando una lámpara entre
árboles de hierro en esta Hespérides arrasada.
Bajo esa luz, en las cuevas que alguna vez
fueron escollos y teatros, gente greñuda viene
a jugar–
Y creemos oír el canto de las esfinges con eco
entre las rocas de Wall Street y Pine Street.

Nos quedamos llenos de miedo y más mudos que
las estrellas que caen cojeando en aguas mutiladas.
Más mudos que la madre luna, blanca muerte que
vuela y escapa cruzando la aridez de Jersey.

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